quarta-feira, 20 de junho de 2012

Uma leitura da questão

COM A DEVIDA VÉNIA in Democracia del siglo XXI
"Vemos entonces que uno de los problemas básicos del mundo contemporáneo es la calidad discutible de las élites políticas, en cuyas manos están los programas de modernización y democratización. La implementación de las reformas correspondientes ha estado y está en manos de grupos socio-políticos que disponen de la educación técnica y legal de rigor hoy en día, que exhiben las necesarias pautas cosmopolitas de comportamiento y que encarnan el espíritu tecnocrático de la época… y que son los principales responsables de la mediocridad del desarrollo global, de la preservación de la corrupción y de la ceguera frente a los dilemas de largo plazo, como son los temas ecológicos. Y es de lamentar que estos grupos en general posean irónicamente una legitimación democrática.

Crítica a las élites liberales


H. C. F.  Mansilla / Filósofo y escritor

Se puede aseverar que después de muchos años de transición a la democracia, en América Latina el proceso de democratización ha generado notables edificios institucionales que coexisten en curiosa simbiosis con normativas no escritas, costumbres ancestrales y prácticas cotidianas premodernas, particularistas y hasta irracionales. Muchas veces la democratización y la modernización han servido para revigorizar tradiciones populistas premodernas y, de este modo, hacerlas más resistentes frente a impugnaciones realmente serias.
Uno de los componentes básicos de la legitimidad democrática contemporánea se asienta en la capacidad de la sociedad respectiva de brindar un nivel de vida decoroso a la masa de la población, nivel que está determinado en gran proporción por las exigencias siempre crecientes del público y estas, a su vez, por lo ya alcanzado en las naciones altamente desarrolladas. Se trata, obviamente, de demandas elásticas (hacia arriba), que presuponen un aumento incesante de las actividades económicas de toda índole y, por consiguiente, sobrecargas cada vez mayores sobre los frágiles ecosistemas de un planeta básicamente finito.
Aquí se halla una de las carencias centrales de las actuales élites modernizadoras liberal-democráticas, que no son capaces de mostrar alternativas a largo plazo frente a las demandas de bienestar y progreso de todos los sectores sociales. La concepción de un crecimiento económico ilimitado tiene un carácter universal y pertenece a la dogmática del neoliberalismo, al núcleo de la doctrina del desarrollo sostenible, a la programática socialista y socialdemocrática y a las tendencias populistas y nacionalistas. El que posea una índole universal, es decir: aceptada por casi todos los estratos sociales, no transforma a esta demanda en lógicamente racional y humanamente razonable.
Es, simultáneamente, una de las ideas básicas que a priori subyacen a casi todas las teorías de la transición democrática. En vista del carácter finito de la Tierra y de los recursos naturales y considerando el incremento de la contaminación ambiental y el estado precario de los ecosistemas, estas visiones del mundo están edificadas sobre simples ilusiones, que los políticos, los responsables de los medios masivos de comunicación y hasta los teóricos del modelo democrático-liberal se han esforzado en mantener y fomentar como quimeras que dan réditos políticos.
En realidad la idea de un crecimiento irrestricto es un mecanismo de auto-engaño, que parte de presupuestos falsos, pero que tiene la función principalísima de tranquilizar las consciencias. De la misma forma, la competitividad a cualquier precio, la modernización a ultranza y el desarrollo como fin en sí mismo constituyen mitos contemporáneos basados en una lógica deleznable y en una total irresponsabilidad de cara al porvenir. En la praxis esto ha significado que la tradicional economía de subsistencia de muchas sociedades ha sido destruida, sin que una alternativa aceptable haya ocupado su lugar y que en pos de ganancias fáciles y rápidas el medio ambiente ha sido destruido de modo que nunca más podrá regenerarse.
Neoliberales comparten con antiliberales, populistas y socialistas algunas normativas básicas de la evolución histórica: el desarrollo y el crecimiento incesantes han sido convertidos en valores mágicos y casi sagrados, el desprecio por precauciones conservacionistas y ecologistas se mantiene pese a una cierta retórica de moda bajo el lema del desarrollo sostenible, y la edificación de un gran aparato productivo sigue representando la gran prioridad de políticas públicas.
La inmersión indiscriminada en la así llamada globalización y la competitividad a ultranza conforman rasgos de una psicosis colectiva, que terminará por erosionar todo contrato social, por convertir toda racionalidad en una meramente instrumental y por ceder la formulación de los grandes objetivos políticos en favor de consorcios privados, a los cuales el bien común les es indiferente.
Vemos entonces que uno de los problemas básicos del mundo contemporáneo es la calidad discutible de las élites políticas, en cuyas manos están los programas de modernización y democratización. La implementación de las reformas correspondientes ha estado y está en manos de grupos socio-políticos que disponen de la educación técnica y legal de rigor hoy en día, que exhiben las necesarias pautas cosmopolitas de comportamiento y que encarnan el espíritu tecnocrático de la época… y que son los principales responsables de la mediocridad del desarrollo global, de la preservación de la corrupción y de la ceguera frente a los dilemas de largo plazo, como son los temas ecológicos. Y es de lamentar que estos grupos en general posean irónicamente una legitimación democrática.
Esta constelación se da también en Europa Occidental, aunque en proporciones más aceptables y sin tanta corrupción abierta. Las élites actuales, como observó Erich Fromm, se comportan como las clases medias en su versión vulgarizada: ven los mismos programas de televisión que las clases subalternas, leen ─ si es que leen ─ los mismos periódicos, tienen apego por las mismas normativas, por los mismos gustos estéticos: la diferencia es cosa de cantidad y no de calidad.
La democracia es también una oportunidad para renegar de la meritocracia genuina y del talento crítico, pues el comportamiento colectivo se nutre de la envidia, que es una de las características más profundas y duraderas de la psique humana. Se puede afirmar que la envidia es algo más vigoroso y resistente que el anhelo de libertad y resulta, bajo el ropaje de la igualdad, mucho más peligrosa para una sociedad razonable que las jerarquías basadas en principios hereditarios.
En el fondo, los igualitaristas desarrollan un apetito incontrolable por diversiones baratas e indignas, por honores circunstanciales y, sobre todo, por bienes materiales; estos designios culminan en el régimen menos igualitario que uno puede imaginarse, en la plutocracia. Su peligrosidad se deriva de su carácter engañoso y larvado: el millonario que ve los mismos programas de televisión que sus empleados o el primer secretario del partido comunista que se viste como el obrero modesto ─la situación corresponde a Corea del Norte, Vietnam, Laos y Cambodia─ disimulan la inmensa concentración de poder que tienen en manos y encumbren la colosal distancia que existe entre élite y masa.
La élite política alemana, aseveró Hans Magnus Enzensberger, está exenta de aspectos como placer, opulencia, generosidad, fantasía, sensualidad, estilo y consciencia del futuro: su máximo lujo es el lujo plástico de las tarjetas de crédito. Es un poder frío, burocrático y tedioso. Según este autor, los empresarios más poderosos no poseen consciencia de clase, no tienen un estilo propio y diferenciable de otros estratos sociales, no imponen criterios relevantes para la conformación de la esfera pública, no disponen ni de ideología ni prestigio fuera de su pequeño círculo. Los títulos y los rangos se han esfumado: un buen cocinero vale tanto como un ministro.
En lugar del genio o del investigador hoy es celebrada la estrella de televisión, el cantante de moda o el deportista de éxito; la cultura se ha transformado en un aderezo ligero para amenizar los programas de los medios masivos de comunicación.
En medio de la actual euforia favorable a la modernización compulsiva, al crecimiento económico incesante y al pluralismo ideológico, surge como obligación ética e intelectual señalar las posibles limitaciones de la democracia contemporánea, asociadas a la calidad de las élites políticas actuales. Como toda obra humana, hasta el modelo más avanzado de ordenamiento político puede exhibir aspectos criticables. Este impulso crítico, contrapuesto a las inclinaciones apologéticas que nuevamente están de moda, tiene sus más remotos orígenes en el pensamiento social de la polis griega de la Antigüedad.
Basta recordar que los representantes más ilustres del pensamiento clásico, Platón, Aristóteles y Tucídides, dedicaron una parte considerable de sus obras a examinar aquellos conflictos de la vida humana que constituyen los dilemas políticos por excelencia. Y ellos percibieron ya entonces variados aspectos problemáticos en el modelo organizativo de la democracia clásica ateniense y analizaron las causas de su fracaso.
A comienzos del siglo XXI se puede afirmar que es indispensable contar con una sociedad que sea consciente de sí misma, de su potencial evolutivo y sobre todo de sus limitaciones, aunque esa autoconsciencia crítica sea detentada por una fracción reducida de sus habitantes: los ciudadanos dedicados al ingrato oficio de la reflexión teórica y el análisis científico. La historia de los modelos socialistas en la segunda mitad el siglo XX es, en el fondo, una crónica de burocratización, deficiente asignación de recursos, corrupción en gran escala y absoluto desprecio de los derechos humanos.
Considerando la dimensión del largo plazo los mejores gobiernos han resultado ser aquellos que pertenecen a la tradición liberal-democrática y que admiten en su seno tendencias contrapuestas, porque este modelo pluralista se basa en una visión más sobria y más realista de los seres humanos que todas las concepciones y las prácticas basadas en una antropología positiva del Hombre. Como ya lo percibieron los clásicos del liberalismo en los siglos XVII y XVIII, un ordenamiento social relativamente sólido se fundamenta en una noción pesimista de la humanidad; sus instituciones y normas tienen en cuenta y saben lidiar con el espíritu egoísta de los mortales, sus vicios, ambiciones y discordias perennes. Lo que hace falta ahora son élites políticas liberales de espíritu crítico que estén a la altura de los retos de este siglo.
A la vista de los dilemas mencionados más arriba, lo que se requiere es algo incómodo: un análisis que ponga en cuestionamiento la validez de las metas normativas de la democracia liberal contemporánea y un estudio que ponga en evidencia los límites y las insuficiencias de los modelos democráticos, los aspectos negativos concomitantes de toda modernización, el carácter superfluo de tantos fenómenos vinculados a la globalización y, en primer lugar, la calidad de sus clases dirigentes.
Lo que podríamos llamar la calamidad del presente estriba en que es teóricamente posible construir una sociedad más justa y razonable en base a los logros tecnológicos y organizativos pre-existentes, pero esta posibilidad se ve coartada por factores que se encuentran allende el horizonte teórico-conceptual de las élites políticas y también de las masas populares.
Por otro lado, estas concepciones que alaban generosamente la modernidad globalizada y la democracia representativa parten de presupuestos equivocados con respecto a la construcción de una opinión pública amplia, crítica y esencialmente responsable de su labor; acarician ideas demasiado optimistas en torno al rol supuestamente positivo y progresista que juegan la prensa y sobre todo la televisión. Mientras más crece el ámbito que cubren la prensa, la radio y la televisión, más débil resultan ser su mensaje cultural y su facultad de educación crítica.
La dilatada cobertura de los medios masivos de comunicación ─precisamente su aspecto democrático-popular─ hay que pagarla mediante el incremento de una publicidad irracional y una programación cercana a la estulticia. Si antes los medios estaban destinados a un público pequeño de ciudadanos que razonaba acerca de los asuntos políticos, hoy se dirigen mayoritariamente a una masa de consumidores mediocres y pasivos.
Las consecuencias pueden ser funestas para la conformación de una opinión pública razonable y, por ende, para todo modelo de democracia: los medios sirven para transmitir desde arriba mensajes a las masas por medio de un autoritarismo suave y persuasivo, y no para esclarecer a la población o para brindar legitimidad a proyectos mediante el debate basado en los buenos argumentos.
La mayoría de los autores que propugnan las reformas democratizadoras no llega a aprehender la gravedad de la situación global, especialmente de todo aquello que tiene que ver con la dilapidación de recursos naturales y el incremento de las demandas de la población. Hace falta una ética de la responsabilidad (Hans Jonas) frente a la naturaleza y a nuestros descendientes, y esta no puede ser la tarea de muchos agentes aislados que persiguen sólo su ventaja individual, como ha resultado ser la democracia neoliberal del presente transformada en un mercado de demandas de corto plazo.
Para actuar con responsabilidad social de largo aliento necesitamos una administración pública imbuida de un espíritu crítico y de una comprensión adecuada de problemas complejos, lo que equivale, lamentablemente, a pedir peras al olmo.
Tenemos necesidad de la noción clásica del bien común, para evitar la caída en la anomia y la destrucción: la democracia pluralista y el mercado libre deben funcionar en el marco de valores generalmente admitidos y concebidos para un largo aliento. Tenemos asimismo que recobrar la capacidad de decir no a las dilatadas ineptitudes sociales, aceptadas democráticamente y difundidas por los medios masivos de comunicación.
“Hay que reanudar la crítica de nuestras sociedades satisfechas  y adormecidas”, escribió Octavio Paz, y “despertar las consciencias anestesiadas por la publicidad”. Necesitamos una consciencia pública racional que transcienda el cálculo de estrategias y que se preocupe por objetivos no cuantificables como la convivencia razonable con los otros, la conservación de los ecosistemas a largo plazo, la moralidad social y la estética pública. La vida bien lograda no significa una vida de consumismo material excesivo, sino una de cooperación adecuada con los otros.
Finalmente debemos pensar en revalorizar concepciones que no tienen precisamente que ver con democracia ni con modernización: el retorno a la tradición entendida como herencia crítica, la religiosidad en cuanto dotación de sentido y la revalorización de las meritocracias políticas e intelectuales como factores para diluir la alienante cultura moderna de masas y para refrenar las plutocracias mafiosas

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